La poetisa peruana Blanca Varela murió el jueves en Lima a los 82 años. Paradójicamente, su etapa de mayor reconocimiento coincidió con el mutismo en el que la fue sumiendo poco a poco una trombosis. En 2007, recibió el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana. Un año antes se le había otorgado el Federico García Lorca. Y en 2001, el Octavio Paz.
Precisamente, el autor de El laberinto de la soledad fue una de las grandes referencias de la escritora peruana. Paz prologó su primer libro y, de paso, la ayudó con el título. Ella le había puesto Puerto Supe. A él no le gustaba. Cuando Varela le recordó que "ese puerto existe", él le dijo: "Ahí tienes el título".
Así, Ese puerto existe inauguró en 1959 una obra completa formada por ocho libros que, todos juntos, a duras penas sobrepasan las 200 páginas. En 2001 Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores los reunió en el volumen Donde todo termina abre las alas, que añadía el inédito El falso teclado. Lleva un prólogo de Adolfo Castañón y un epílogo de Antonio Gamoneda. "No hay nacimiento ni tumba, tú lo has dicho; no hay causa ni lugar; una locura fría es nuestro único habitante", escribía allí el poeta leonés.
La delgadez de sus libros y de sus poemas la había heredado de otro de sus maestros, su compatriota Emilio Adolfo Westphalen. Como él, Varela supo conjugar el aliento surrealista con un despojamiento formal no exento de visceralidad. "Con el instinto del verdadero poeta, sabe callarse a tiempo", dijo de ella Octavio Paz.
Hija de una popular compositora de valses criollos y casada con el pintor Fernando de Szyszlo, Blanca Varela estudió en la Universidad de San Marcos antes de trasladarse a París en 1949. Allí conocería a escritores como Henri Michaux, Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir. Después de vivir en Florencia y Washington, se estableció definitivamente en Lima en 1962. Fue entonces cuando publicó los libros que siguieron a aquel primero bautizado por Paz: Luz de día (1963), Valses y otras falsas confesiones (1972), Canto villano (1978), Ejercicios materiales (1993), El libro de barro (1993) y Concierto animal (1999).
En los versos finales de su poema Palabras para un canto puede leerse:
"Yace aquí,
entre tumbas sin nombre,
escrito en el harapo deslumbrante,
roja estrella en el fondo del cántaro.
Por el mismo camino del árbol y la nube,
ambulando en el círculo roído
por la luz y el tiempo.
¿De qué perdida claridad venimos?".
(El País, JAVIER RODRÍGUEZ MARCOS 14/03/2009)
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