A veces, cuando se van ciertas personas, parece que con ellas se va toda una época. Amparo Amparitxu Gastón, fallecida en Madrid ayer, 24 de noviembre, a los 89 años, fue cuatro décadas compañera de Gabriel Celaya, pero durante 18 años más preservó con fidelidad su obra y su memoria. El nombre de Amparitxu, y el del poeta extinto, ambos donostiarras (ella nació en San Sebastián un 15 de mayo de 1921), nos remiten a un tiempo en el que la poesía no fue algo históricamente más importante que otras veces, pero sí disfrutó de una engañosa y pasajera relevancia, la elevó ante los ojos del pueblo, y éste la utilizó para levantar banderas y alumbrar utopías. Quizá la poesía nunca ha sido necesaria, pero entonces consiguió parecerlo un poco.
Amparo Gastón firmó algunos libros con Celaya, pero sobre todo asumió el papel (bastante habitual en la biografía de muchos escritores) de ferviente compañera, intendente doméstica, agente, masajista y asistente hospitalaria. Como aquellas casas parroquiales en que una abnegada hermana dedicaba toda su vida a cuidar de un hermano sacerdote, la literatura española también ha estado salpicada de esposas, parejas o compañeras que tutelaban hasta el último día a escritores más o menos distraídos, que, gracias a ellas, tenían las espaldas bien guardadas y podían emprender ambiciosas empresas literarias pero que, en la vida real, no sabían por dónde les daba el aire.
Sin embargo, Amparitxu no sólo fue compañera. Jugó en la biografía de Gabriel Celaya un papel fundamental. Representó una ruidosa detonación, la detonación que cambió para siempre la vida de Rafael Múgica (el nombre real del poeta) y lo convirtió en alguien distinto. Es cierto que la marca Gabriel Celaya representa un acontecimiento totalmente singular en la historia de nuestra literatura: no es un seudónimo, es decir, la adopción utilitaria de otro nombre; ni un heterónimo, es decir, la fingida y literaria adopción de una nueva identidad. No, Gabriel Celaya representó en la vida de Múgica algo mucho más grande, algo distinto: la aparición de un hombre nuevo, y no ya en los papeles sino en la estricta realidad.
La responsabilidad de la creación de ese hombre nuevo corresponde a Maritxu Gastón. Quizás también por eso su papel difiere un tanto del de eterna acompañante de un escritor. A ella le corresponde un lugar fundacional en la vida de Celaya; es el núcleo que alumbró a un hombre diferente y lo ganó para la literatura.
El cínico mundo de las relaciones literarias está lleno de damas avispadas que embarrancan en las costas de un poeta y operan en sus aledaños como una codiciosa turba de vikingos. Son tantos y tan conocidos los nombres que no merecen particular recordación. Muchos de ellos ni siquiera merecen la estraza del periódico sino el couché que circula por las peluquerías. Pero el caso de Amparitxu no es, desde luego, uno de ellos. Ella no llegó en busca del expolio, ni se acercó a un poeta demenciado tentando sin recato un golpe de estado notarial. Se acercó, muchos años antes, a un hombre, y extrajo el poeta que llevaba dentro. Lo construyó ella misma, lo condujo a lo largo de los años, lo cobijó mientras escribía el verso eterno.
Ayer se fue la mujer que logró todo eso. Y con ella se va también buena parte de una época en que la poesía, que nunca ha sido necesaria, consiguió parecerlo un poco.
Pedro Ugarte
Antesdeayer, 24 de noviembre, murió Amparitxu. En recuerdo de esta admirable mujer, uno de los poemas emblemáticos de Gabriel Celaya:
Cuando ya nada se espera personalmente exaltante,
mas se palpita y se sigue más acá de la conciencia,
fieramente existiendo, ciegamente afirmado,
como un pulso que golpea las tinieblas,
cuando se miran de frente
los vertiginosos ojos claros de la muerte,
se dicen las verdades:
las bárbaras, terribles, amorosas crueldades.
Se dicen los poemas
que ensanchan los pulmones de cuantos, asfixiados,
piden ser, piden ritmo,
piden ley para aquello que sienten excesivo.
Con la velocidad del instinto,
con el rayo del prodigio,
como mágica evidencia, lo real se nos convierte
en lo idéntico a sí mismo.
Poesía para el pobre, poesía necesaria
como el pan de cada día,
como el aire que exigimos trece veces por minuto,
para ser y en tanto somos dar un sí que glorifica.
Porque vivimos a golpes, porque apenas si nos dejan
decir que somos quien somos,
nuestros cantares no pueden ser sin pecado un adorno.
Estamos tocando el fondo.
Maldigo la poesía concebida como un lujo
cultural por los neutrales
que, lavándose las manos, se desentienden y evaden.
Maldigo la poesía de quien no toma partido hasta mancharse.
Hago mías las faltas. Siento en mí a cuantos sufren
y canto respirando.
Canto, y canto, y cantando más allá de mis penas
personales, me ensancho.
Quisiera daros vida, provocar nuevos actos,
y calculo por eso con técnica qué puedo.
Me siento un ingeniero del verso y un obrero
que trabaja con otros a España en sus aceros.
Tal es mi poesía: poesía-herramienta
a la vez que latido de lo unánime y ciego.
Tal es, arma cargada de futuro expansivo
con que te apunto al pecho.
No es una poesía gota a gota pensada.
No es un bello producto. No es un fruto perfecto.
Es algo como el aire que todos respiramos
y es el canto que espacia cuanto dentro llevamos.
Son palabras que todos repetimos sintiendo
como nuestras, y vuelan. Son más que lo mentado.
Son lo más necesario: lo que no tiene nombre.
Son gritos en el cielo, y en la tierra son actos.