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Cuando niño los días pasan como un suspiro, tan livianos
que parecen ser nubes altas empujadas por el nordeste,
con un tiempo de adagio, lento, sin relojes ni nubarrones
en la línea de un horizonte que no atisbas en tu mirada,
pendiente sólo de las olas rompiendo suaves en la orilla.
Cuando niño los días pasan entre abuelos y mariposas,
entre coles y lagartijas, entre jácaras y canciones.
Te celebran los cumpleaños con regalos y pocas velas.
Luego empiezan a salir granos, sarpullidos de adolescencia
entre furtivos escarceos a la orilla de alguna falda
cuyos misterios escudriñan, primerizos, inquietos dedos;
los veranos son menos largos y ya oteas un horizonte
siempre preñado de tormentas, algo que sabes que te toca
vivir con miedo y sin tragedia. Los veranos son menos largos,
las verbenas son menos castas y los días mucho más lánguidos.
Sigues soplando algunas velas, pocas, con globos todavía.
Y te quedan dos o tres vidas.
Cuando cumples los treinta empiezas a cantar en los cumpleaños
de tus hijos, que es una cosa placentera pero distinta;
ya te sabes bien atrapado en las ruedas de una carreta,
los amigos te felicitan con mensajes SMS
y, si acaso comes pasteles, piensas más en el sobrepeso
que en lo ricos que están. A veces, uno posa su brazo amable
sobre tu brazo, y tú te alegras de tener alguien cerca. Soplas
con desgana sobre unas velas con extrañas formas de números.
Pronto pasas la cuarentena encerrado, casi agradeces
ese encierro tan profiláctico, aunque a ratos, triste, recuerdes
ciertas noches de borrachera, cuando el tiempo se detenía
suspendido en una partida que duraba hasta el alba. Sientes
que te duele la espalda; el alma duele también, vas al gimnasio,
te apresuras de banco en banco, pagas multas, cancelas deudas,
soplas, soplas sin aire, soplas. De repente casi eres viejo,
no te gusta, los cumpleaños se consumen como una vela.
Y la vida sigue que sigue.
…Y la vida sigue que sigue. Así llegas a los cincuenta:
siempre tienes dos años menos, dos vidas menos, dos amantes
que te han dejado por la cana, varios cuentos en el tintero,
papeles viejos que se pierden en los cajones de la noche
estrellada contra ese cuerpo que no cuenta ya cicatrices
sino piedras en los riñones. Y golpes, muchos, cuatrocientos,
que te rondan por la cabeza. Se hacen hondos los años, tanto
como lo son las campanadas. No despliega velas el viento.
Pero, queda, la vida es bella:
hoy, que cumplo ya tanto tiempo, hago versos que me hacen daño
pero al tiempo me alivian; cuánto he vivido, cuántos envites
de fortuna con los amigos, que también cumplen años: unos
juegan con globos, otros juegan con nietos tiernos y se ríen,
los hay que buscan y no encuentran, los hay con canas y sin canas,
los hay reumáticos, gimnastas, tristes, alegres, funcionarios
altos y bajos, cantautores, ricos y pobres, viejos, jóvenes.
Los más andan a la que salta y yo vibro con todos ellos.
Cuántos días me quedan, cuántos, cuántas noches de luna verde
con mi gente, brindando al viento, qué bendita alegría; cuánto
vivir contigo, con vosotros, jornadas plenas que adivino
luminosas entre la bruma. Los recuerdos los guardo dentro,
pero muy adentro, mucho: quiero vivir sin lastre ni memoria.
Este día de aniversario me contemplo sereno, dulce;
es la vida un regalo. Pienso quemar las velas, no soplarlas:
apurarlas sin límite.
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